Me encantaría poder decir que el dinero es un bien de intercambio al que todas y todos podemos acceder por igual. Sin embargo, el dinero como moneda legitimada para absolutamente todas las transacciones que hacemos en el mundo tiene una línea histórica que debemos desandar para saber por qué se ha concentrado en manos de unas personas y no en las de otras. No me ocupa aquí las lecturas que pueden hacerse sobre las clases sociales, entre la riqueza y la pobreza en términos generales, pero sí hay una lectura acerca del sexo del dinero, citando el célebre libro (1986) de la psicóloga argentina Clara Coria, que me interesa para entender por qué en todo el mundo los varones lideran los puestos de percepción de ingresos elevados, y las mujeres- con sus hijos a cuestas- lideran las cifras de la pobreza. Las dos caras de una moneda son masculinas.

El carácter sexuado del dinero tiene una complejidad diría que enunciativa, y es que está muy naturalizado en la sociedad quiénes tienen la potestad de su uso, y con eso se inaugura el principal medio o insumo en el que se basan las relaciones de poder e influencia.

Naturalizamos que en las conversaciones familiares las mujeres hablemos de la escolaridad de los hijos, de los embates románticos entre amigas, de algún chisme mediático, y ver que los varones en la otra punta de la mesa analizan los mercados, la política, los pases millonarios de jugadores de fútbol, etc. Hemos naturalizado históricamente que ellos ganen más, que ellos administren lo que se provee dentro del entorno familiar, que sean los que tengan la última decisión porque son quienes pagan.

Las redes sociales se han llenado de tips o “chistes” de adolescentes y mujeres adultas sobre cómo atraer hombres con dinero, en el medio de un escenario de lucha donde grupos organizados de mujeres en todo el mundo piden por políticas claras sobre la brecha salarial, el ascenso en sus puestos de trabajo o el reclamo de la cuota alimentaria que mayormente adeudan los padres en todo el mundo.

Crecí con una frase en mi cabeza que escuchaba muy a menudo: “El hombre propone y la mujer dispone”, algo así como si nosotras no tuviéramos la capacidad de agencia sobre nuestras propias vidas como para crear los escenarios deseados. Una frase que parte de la consideración de que el hombre gesta el entorno y nosotras solo lo aceptamos o no, así como se nos es dado. Esta frase es el reflejo de cómo se ha naturalizado socialmente que los varones concentren el dinero o los recursos materiales y simbólicos que devienen de este: tener un auto, un departamento, una reputación, etc., y que les permiten ser quienes adecuan el entorno a sus deseos, donde nosotras aceptamos estar disponibles o no.

Sin embargo, no hay que analizar este fenómeno con ingenuidad. Para nosotras, no haber tenido estos recursos materiales y simbólicos nos ha significado justamente no ser autónomas en nuestras decisiones. No ser “las que podíamos proponer” nos ha costado la libertad y, a muchas, la vida, dentro de hogares violentos donde aún hoy muchas tienen que elegir entre la posibilidad de morir adentro o morir afuera, de hambre.

La concentración histórica del dinero por parte de los varones tiene otro componente y es que poseerlo les permite generar más recursos para seguir reproduciendo más oportunidades en su desarrollo, mientras que la falta de ese poder adquisitivo a las mujeres nos ha anclado en las consecuencias de la desigualdad por siglos.

¿Cómo lo lograron?

Según datos de la organización Oxfam de 2017, ocho varones ricos de todo el mundo poseen la misma riqueza que la mitad más pobre de la humanidad. Todos los años en la revista Forbes circulan muchos hombres de camisa y corbata como los CEO reconocidos o los magnates del mundo, y a nadie le parece un escándalo la ínfima participación de mujeres en esas listas.

Los varones ganaron ventaja económica con la llegada de un sistema productivo y económico industrializado a principios del siglo XVIII. Allí se institucionalizó, a través de la economía asalariada, un pago unificado y legitimado que, por supuesto, generó una nueva división de los estratos sociales y, sobre todo, una nueva concepción de la familia que fue clave en el relego de las mujeres en la participación económica, como trabajadoras y administradoras. Silvia Federici, socióloga ítalo-estadounidense explica este fenómeno con datos y muchísima claridad en su obra Calibán y la bruja (2004), y revela en esto uno de los momentos históricos donde se formalizó y enfatizó la asimetría de poder entre hombres y mujeres.

Los hombres concentraron la producción de las normas y reglas sociales, con una participación exclusiva en el desarrollo de las políticas y su regulación, así como de las actividades comerciales. Además, pudieron liderar la gestión de sus hogares como rectores autorizados por esa nueva forma de Estado moderno que se gestaba y que les proveía el carácter de ciudadanos, con más derechos sociales, civiles y políticos, y por encima de las mujeres.

En todo el mundo, las mujeres hemos tenido que luchar por nuestro derecho a la herencia- a heredar y también a disponer de ella, ya que no siempre ambas cosas iban de la mano-, a la división de bienes en caso de ruptura de las nupcias matrimoniales, y por nuestros derechos sociales, políticos y civiles. Los varones diseñaron de primera mano quiénes eran beneficiarios de los derechos que ellos mismos se sentaron a escribir, y nos excluyeron.

El traspaso de las economías campesinas, domésticas y regionales a la economía fabril y del dinero fue, sin duda, la piedra de plomo que recayó sobre nuestras cabezas y nuestra libertad, sepultando los pocos atisbos de ella que habíamos logrado en el sistema económico comunal que había reinado hasta ese momento, y que nos había permitido formar parte de la toma de decisiones dentro de nuestras tierras o trabajos artesanales, y también de la socialización de la tareas de cuidado entre otras mujeres.

El surgimiento de esta nueva familia atomizada, que hoy conocemos como la familia nuclear o “tipo” nos aisló brutalmente de poder compartir las tareas domésticas y de crianza, nos silenció de poder defendernos o tener una estructura de contención, y por sobre todas las cosas, se nos fue impuesto un tipo de dependencia económica y política sin precedentes y de manera global. Este modelo sería replicado en toda Europa y luego sería importado por las diferentes colonias de América que comenzaban distintos procesos independentistas, donde el carácter militar y político de los varones se exacerbó por las necesidades de lucha de la época.

Las políticas pronatalistas fueron características, además, de la creación de leyes que buscaban el crecimiento poblacional a gran escala. Este Estado moderno que institucionaliza la familia nuclear en una nueva economía capitalista estará caracterizado por la supervisión de la sexualidad, de la procreación y de cómo deben ser las relaciones de la vida familiar. El nuevo contrato tácito y sexual del que no formamos parte, en el sentido de que no pudimos decidir, redefinió las relaciones sociales, olvidando nuestra histórica condición como trabajadoras, y relegándonos a ser la madre de, la esposa de, la hija de, e incluso la viuda de.

La expulsión sistemática y organizada del poder político para relegarnos del trabajo de la tierra, de la comercialización de algunos productos que producíamos, de la amplia experiencia en trabajos relacionados con la manufactura y artesanía que históricamente estaban feminizados sumió a las mujeres en la pobreza. Algo que podía mejorar si hacíamos carreras para ser buenas señoritas y formábamos una familia.

Nuestra dedicación exclusiva a las labores domésticas, lejos de la participación en el mercado industrial-laboral, nos depositó en una relación de dependencia sin precedente ante los varones, pero sobre todo les permitió a ellos ganar años de ventaja en la concentración económica y simbólica de los mecanismos que les permitieron posiciones de poder.

Los dueños

La situación más depreciativa para nuestras vidas no fue esta nueva organización formal del mundo político y económico, sino las concepciones simbólicas que acarrearon sobre el rol de los varones y mujeres, y la división sexual de una economía que ha encontrado su éxito en hacernos creer que nuestro trabajo doméstico y de cuidados tenía que ver con un carácter propio de las mujeres, relacionado con el amor y la entrega, y no como una actividad productiva de enorme valor social.

También existe una contracara del efecto de este proceso que debemos mencionar y es que se reforzó la idea del varón proveedor como sinónimo de masculinidad y “hombre bueno”, algo que se arrastra al día de hoy cuando algunas mujeres manifiestan: “Es bueno, trabaja un montón para que no nos falte nada”.

Esto también va a generar una percepción basada en una masculinidad que ve su potencial en la administración de la vida de las mujeres y de los recursos económicos dentro y fuera de ese hogar. Esto es clave porque al día de hoy sigue imperando que los varones crean que son más hombres si logran disponer, concentrar y controlar la mayor cantidad de recursos que estén asociados al poder: además del dinero, el mayor número de prácticas sexuales que puedan “coleccionar”, reflejando su control a través del cuerpo de las mujeres y de la disposición de una mujer que cuide y limpie, que se refleja en su propia disposición de tiempo para seguir ejerciendo sus actividades económicas, y también de reputación y liderazgo.

Los varones encontraron- y aún hoy lo hacen- en los recursos económicos, financieros y simbólicos la posibilidad de reforzar sus características identitarias. Respecto a nuestras características identitarias, fueron reforzadas por el mandato de la buena mujer, aquella que es más “buena” cuanto más amorosa se muestra, mientras que los varones han centrado su identidad de “buenos hombres” en el ser proveedores de las condiciones materiales de subsistencia.

La mentira de la complementariedad- que cada uno aporta “algo distinto” a la relación- ha disfrazado una relación de domesticación y dominio, donde se sedimentó la idea de que nuestro ámbito de acción como mujeres no era solo el hogar sino “el amor”. El amor era nuestra fuente de satisfacción, actuación, el lugar donde destacarnos y ser “especialistas”. Al instaurarse como dicotomía (y oposición) el binomio AMOR/DINERO, las mujeres quedamos presas en la creencia de que, si hacíamos algo por amor, no podíamos mezclar en eso las cuestiones relacionadas con el dinero, y así ser una buena mujer justamente tendrá como característica principal ser “desinteresadas”, es decir que no nos importen los bienes materiales de los que disponga el varón o cómo los administre con nosotras. Una creencia que nos ha desgastado por siglos si tenemos en cuenta que amar era nuestra única fuente de subsistencia y de acceso a recursos en un mundo que nos los negaba.

Esta relación disfrazada de complementariedad, en realidad, nos ha puesto en lugares asimétricos frente a la posibilidad y al nivel de autonomía en la toma de decisiones al interior de las parejas sexoafectivas. En el pasado, las mujeres veíamos restringida nuestra libertad no solo con las parejas dentro del núcleo de la familia formal, sino también, por ejemplo, las hijas mujeres en función de sus hermanos varones frente al padre de familia.

En la actualidad, mucho de esto sigue vigente y la falta de recursos materiales en un mundo capitalista nos ha encontrado en la necesidad de desarrollar historias en nuestra cabeza relacionadas con épicas románticas que permitieran justificar cuánto de nuestras decisiones sobre las elecciones de pareja se ha basado en la imperiosa necesidad de supervivencia.

Nos aferramos al amor para no ver y afrontar la dura verdad del poco margen de acción que hemos tenido por siglos. Al día de hoy escucho mujeres que naturalizan “buscar a través del amor” a un hombre proveedor, porque de esa forma ellas se sienten más cuidadas. Lo que niegan es que, según los datos, las mujeres más vulnerables a recibir violencia son justamente las que no están emancipadas económicamente. Sacar a las mujeres del escenario de la concentración del dinero y hacernos sentir que éramos protagonistas y dueñas de un saber (el referido al amor) del que los hombres no podían acceder por su naturaleza y nosotras sí por la nuestra ha generado un enorme disvalor sobre la percepción que tenemos de nosotras mismas.

Hemos creído que les debíamos entrega incuestionable a los varones y que quedábamos en deuda porque ellos traían ese dinero, fruto de su trabajo por fuera del hogar, que tenía un gran valor social en contraposición a nuestro trabajo dentro del hogar. Se nos imprimió un carácter relacionado con la abnegación afectiva como ofrenda por el sacrificio que hacían ellos, ya que no tenían la posibilidad de “disfrutar del calor de hogar” durante todo el día.

Esto generó que las mujeres pensáramos- y muchas lo sostienen al día de hoy- que no merecíamos cuestionar a los varones, ni disponer del dinero dentro del hogar sin su aprobación, y también se consolidó el arquetipo de las mujeres vividoras o vagas, aquellas que, mientras los varones trabajan, miran la novela o generan chismes con otras mujeres. Estas creencias minaron la idea de que la labor doméstica- y sus derivados- merecía ser valorada y destacada socialmente, y como pertenecía a un ámbito de acción relacionado con el amor incuestionable que nos era propio a las mujeres por nuestra naturaleza merecíamos reconocimiento económico.

(María Florencia Freijo. Decididas. Amor, sexo y dinero.  Grupo Editorial Planeta. Barcelona. 2022)