“Sabes que Cristina quiere matar a tu amiga María, que acaba de levantarse de su silla en el bar. Cristina se acerca y te pregunta si sabes dónde está María. Si le dice la verdad, Cristina encontrará a María y la matará. Si mientes y le dices que viste a María irse hace cinco minutos, Cristina estará fuera de escena y María podrá huir. ¿Qué debes hacer, decir la verdad o mentir?

Parece absurdo preguntarlo. Las consecuencias de decir la verdad son fatales. Naturalmente hay que mentir (una mentirijilla, piensas, por una buena causa). Pero para Inmanuel Kant- uno de los filósofos más influyentes y, según algunos, el filósofo más importante de los últimos 330 años- ésta no es una respuesta correcta. No mentir es, para Kant, un principio fundamental de la moral, un “imperativo categórico”: algo que estamos obligados a hacer, incondicionalmente y a pesar de las consecuencias. La implacable insistencia en el deber, junto con la noción del imperativo categórico que subyace al mismo, constituye la piedra angular de la ética kantiana.

Imperativos hipotéticos versus imperativos categóricos. Para explicar qué es un imperativo categórico, Kant empieza contándonos lo que no es, contraponiéndolo al imperativo hipotético. Supongamos que os digo qué hacer dando una orden (un imperativo): “¡No fuméis!”. Implícitamente, existe una serie de condiciones que van asociadas a este mandato: “si no quieres echar a perder tu salud”, por ejemplo, o “si no quieres derrochar el dinero”. Naturalmente si no te preocupa la salud o el dinero, la orden carece de cualquier valor y no te sientes obligado a obedecer. Pero con un imperativo categórico no existen condiciones adicionales, ni implícitas ni explícitas. “No mientas” o “no mates” son mandatos que no dependen de ninguna finalidad o deseo que debieras o no debieras tener, de modo que hay que obedecer como una cuestión de deber, absoluta e incondicionalmente. Un imperativo categórico de esta naturaleza, a diferencia de lo que ocurre con un imperativo hipotético, constituye una ley moral.

Desde el punto de vista kantiano, tas cada acción subyace una regla de conducta, una máxima. Pero tales máximas pueden tener la forma de imperativos categóricos sin ser leyes morales, cuando no pasan una prueba, que es en sí misma una forma suprema o predominante del imperativo categórico:

                “Actúa sólo de acuerdo con una máxima que puedas considerar simultáneamente como una ley moral”.

Dicho de otro modo, una acción es moralmente aceptable sólo si se adecua a una regla que sea aplicable de modo consistente y universal a ti mismo y a los otros. Por ejemplo, podríamos proponer la máxima de que mentir es aceptable. Pero sólo es posible mentir a partir de un fondo (de algún nivel) de discurso verdadero- si todo el mundo mintiera en todo momento, nadie creería a nadie- y precisamente por ello resultaría contraproducente y en buena medida irracional desear que la mentira se convirtiera en una regla universal. Asimismo, robar presupone un contexto de propiedad, pero la integridad del concepto de propiedad se hundiría si todos robáramos; faltar a una promesa presupone la institución aceptada por todos de mantener las promesas; etc.

El requisito  de la universalidad descarta así un determinado tipo de conductas por razones lógicas, pero parecen existir muchas otras que podrían universalizarse, aunque no las consideráramos morales. No parece inconsistente ni irracional querer que reglas como “vela siempre por tus propios intereses”, “falta a las promesas siempre que hacerlo no destruya la institución de la promesa” se convirtieran en leyes universales. ¿Cómo afronta Kant este peligro?

La autonomía y la razón pura. Los requisitos del imperativo categórico imponen una estructura racional a la ética kantiana, de modo que la labor consiste entonces en pasar del marco lógico a un contenido moral concreto (para explicar cómo puede “la razón pura”, sin base empírica, dar forma y dirigir la voluntad del agente moral). La respuesta se encuentra en el valor inherente del comportamiento moral en sí mismo: valor basado en “el único principio supremo de la moralidad”, la libertad o la autonomía de la voluntad, que obedece a leyes que se impone a ella misma. La suprema importancia asociada a los que actúan autónoma y libremente puede percibirse en la segunda gran formulación del imperativo categórico:

                “Actúa de tal modo que nunca trates a la humanidad, en tu persona o en la persona de otro, como un simple medio sino siempre también como un fin”.

Una vez que el inestimable valor de la propia capacidad para actuar moralmente se reconoce, es necesario ampliar su alcance a la acción de los otros. Tratar a los demás como un simple medio para propiciar los propios intereses degrada o destruye su capacidad de actuar, de modo que las máximas que son útiles para uno mismo o perjudiciales para los otros contravienen esta formulación del imperativo categórico y no tienen valor de leyes morales. En esencia, lo que encontramos aquí es el reconocimiento de que existen derechos básicos que pertenecen a las personas en virtud de su humanidad y que no pueden ser negados: he aquí a dimensión profundamente humana e ilustrada de la ética kantiana.

(Dupré. Ben. 50 Cosas que hay que saber sobre filosofía. Editorial Ariel. Barcelona. 2013)